Publicado enTomelloso 19/11/2013
La mirada, la sonrisa, las manos…
Ese trío que, ya juntas, ya separadas, dicen
tanto de cada uno que juntas son sinfónicas
y, por separado, juegan a ser solistas. Sinfónicas, dando lugar a la espectacular
melodía que acompaña a la persona. Y solistas que, sin ánimo de pisarse
terreno, se multiplican por tres si hiciera falta, para que no se note la
ausencia de ninguna.
Manos que miran y sonríen.
Sonrisa que acaricia y mira.
Mirada que sonríe y acaricia.
Éstas son manos cuyos surcos atesoran
recuerdos de una mente, quizá igual demasiado
caprichosa. Mente qué fue dejándolos escapar sin haber previsto hilo del que un
día poder tirar y volverlos a recuperar. Recuerdos de los que, menos mal, el
corazón aún conserva copia original y manuscrita.
Recuerdos que duermen en paz hasta que llegue el día de su despertar.
Éstas son manos que acarician,
manos que cuidan, manos que criaron familia, manos que curaron heridas.
Manos
que sanaron y que sanan.
Manos que agarran y manos que acogen.
Manos abiertas y
manos que se aferran.
Manos que dieron pan y manos rendidas a dejarse alimentar.
Manos que aplauden y manos
temblorosas.
Manos que pintan, manos que
escriben, manos que colocan y recolocan piezas.
Manos que se entrelazan, manos que sellaron pactos, manos
que estrechan lazos.
Manos que hablan cuando los labios ya no aciertan a
encontrar palabras.
Manos
que palpan cuando los ojos ya no atinan a entender de formas.
En cada mano una historia, y cada historia en unos surcos.
Cada mano, una sonrisa.
Cada mano, una mirada.
Escrita en
unas manos, toda la vida.
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