jueves, 18 de octubre de 2012

Desde aquella ventana





Ventanas hay muchas, las hay que dan al campo y recogen todo el esplendor de las distintas estaciones. Otras enmarcan montañas provocando admiración. Hay ventanas que dan a patios de vecinos y son testigos mudos de chismes, de ropajes secando al aire, de camaradería prestando pan -¡y más!- con la excusa de la sal.

Hay ventanas de ático acariciando nubes y ventanas de sótano albergando sueños rotos.

Hay ventanas transparentes, limpias, cristalinas, por las que da gusto asomarse y hasta mirar cómo se asoman. Hay ventanas con cristales rotos, sucios, que ni la luz se atreve a reflejarse.

La perspectiva de la realidad cambia mucho desde la ventana por la que se mire. Por un tiempo tuve la dicha de observar desde una ventana privilegiada. Siempre tuve la sensación de la brevedad, de que un día dejaría de mirar por ella. La luz cada día era diferente, no hubo amanecer igual, ni atardecer semejante al anterior. Llovió, quemó el sol y hasta la nieve se asomó.

Yo no me cansaba de mirar, sabía que un día dejaría de ver a través de su cristal, nunca cesé de guardar cada imagen en lo más profundo de mi corazón.

Lo especial de aquella ventana, no era tanto el lugar en donde estaba, ni hacia donde miraba, aunque de lujo se trataba, pero lo más importante y lo que le confería un matiz diferente a todas las demás, era su altura.

En la vida también, a veces,  sólo hay que tener la suficiente altura para que todo se torne  diferente. A veces sólo hay que elevarse un poquito para ver de otra manera, para que la realidad vulgar, se convierta en única, para el problema de a pie, se diluya con la altura. 

¡Levanta los ojos! si miras alto, todo puede ser diferente.

Durante un tiempo tuve la suerte de mirar cada día por una ventana  y admirar con perspectiva única uno de los edificios más grandiosos de Toledo. Ahora sé que con un cerrar de ojos siempre podre de nuevo asomarme.

 
 
        




martes, 9 de octubre de 2012

Descalza




Que tendrá lo misterioso que a todos nos atrae desde pequeños. Nos basta ir aprendiendo a vivir para rendirnos ante la sorpresa. Parece no acabarse la  hondura de la mirada del niño que se enfrenta a su primer misterio.

¿Qué tiene el misterio que si te acercas demasiado, como al sol, te quema?

¡Cuántas decepciones cuando el misterio se desvela antes de tiempo!

¡Cuánta desazón al comprobar que nada asombra!

Al misterio hay que acercarse despacito, como dejando a cada paso lo que sobra, al misterio se llega libre de cargas, desnudo si hace falta.

Al Misterio se llega de rodillas.

A tu misterio se llega de rodillas.

Perdóname las veces que me olvido que tu interior es lugar sagrado. Las veces que te mido con mi vara. Perdóname cuando te hablo recreándome en mi misma. Perdona los consejos descarnados sin haber probado la hiel que hoy te hace daño. Perdona que te prejuzgue con “mi sabia necedad”. Perdona la violencia celosa con que entro en tu silencio exigiendo tu atención.

Deberíamos descalzarnos antes de entrar en el misterio que es la historia personal de cada uno –lo recordaba hace pocos días una amiga peregrina y no dejo de darle vueltas-.



Descalzarme antes de adentrarme en tu interior. Descalzarme y arrodillarme para sentir lo que sientes, para que me duela lo que te hace daño, para escribir tu historia en lo profundo de mi vida. Que me mate el frío del hielo que te duerme miembro a miembro y me consuma el ardor del fuego que te quema.

Permíteme que descalza me acerque a tu misterio, sin más arma que el amor, quiero conquistar tu alma y alcanzar ese tesoro que llevas dentro.

Dejé las sandalias, ya nada me impide verte como Dios soñó que fueras.